Las momias egipcias son, además de motivo de deleite morboso para muchos adultos y de fascinación atemorizada para los escolares, una increíble fuente de información para el historiador. El estudio del cuerpo momificado en sí nos proporciona datos sobre el tipo de alimentación, el trabajo y las condiciones físicas de la vida de una persona fallecida hace milenios.
Unos datos que pueden corroborar los objetos del ajuar (si lo tiene) enterrado junto a la momia, incluido el ataúd, que con un poco de suerte nos proporcionará el nombre y alguno de los cargos del difunto, lo mismo que puede hacer ‘El libro de los muertos’ que lo suele acompañar (dependiendo de la época). Esto en cuando a las momias egipcias de época faraónica; pero es que las momias de épocas posteriores (griegas y romanas) pueden contribuir al conocimiento del mundo antiguo también de un modo algo distinto.
Como parte de su ajuar funerario, las momias podían llevar lo que se conoce como una máscara de momia. Se trata de una protección adicional que se colocaba sobre la cabeza y el pecho antes de cerrar el ataúd. Si en el caso de los faraones estaba hecha de materiales preciosos, como las máscaras de plata de los faraones de la XXII dinastía enterrados en Tanis, o la conocida máscara de oro de Tutankhamón, la gente común recurría a un material mucho más barato y maleable, lo que los egiptólogos llaman cartonaje, es decir, capas sucesivas de tela o papiro empapadas en yeso a modo de papel maché.
Para los papirólogos son una fuente de deleite. Los papiros que se empleaban eran reutilizados, desechos que a nadie interesaban en su época, pero para nosotros, al haber sido escritos antes de ser desechados, contienen una increíble documentación. En especial desde que hace algún tiempo se desarrollara una técnica que permite despegar las sucesivas capas que forman las máscaras sin que se borre lo escrito sobre los papiros. Indudablemente esto tiene el inconveniente de que la máscara termina desapareciendo, pero su valor artístico no es mucho, y lo que podamos encontrar en ellas es de tanta importancia que bien merece que se pierdan algunas, después de haber sido convenientemente documentadas.
Ejemplo de máscara de cartonaje, elaborada en este caso con vendas de lino unidas con brea (50 a. C – 50 d. C).
Una copia cercana al texto original
Siempre cabe la posibilidad de que una de estos cartonajes fuera fabricado con una copia original del libro de Manetón, por ejemplo, y recientemente una de estas máscaras ha proporcionado nada menos que el posible fragmento más antiguo del Nuevo Testamento. Si, utilizando la cronología convencional, Jesús murió en el año 33, el primer evangelio que conocíamos estaba fechado en el 125. aproximadamente, es decir, noventa años después de la muerte de Jesús. Se trata del Papiro P52, correspondiente a un fragmento del texto de Juan, hallado en 1934
Del grupo de nuevos papiros bíblicos hallados recientemente, seis vuelven a ser del siglo II, pero hay uno que destaca por ser del siglo I, más o menos del año 90 de esa centuria, y por pertenecer al evangelio de Marcos. Para fechar el texto, los especialistas se han basado, sobre todo, en la información proporcionada por el resto de papiros que formaban la máscara de momia, en la paleografía (el modo de escribir de los antiguos escribas se fue modificando con el tiempo y permite ofrecer fechas aproximadas) e incluso en una datación de carbono 14.
Lo más interesante del hallazgo es que, si bien los especialistas consideraban que el primer evangelio en ser escrito fue el de Marcos (en torno al año 70), el manuscrito más antiguo que se conocía de él (el P45) databa del siglo III (200-250). De modo que ahora nos encontraríamos con un texto muy cercano al texto original. Veremos, cuando se publique el estudio definitivo, si el resto de la comunidad científica acepta estas conclusiones.
José Miguel Parra, egiptólogo.
Fuente: El Mundo.